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EL DÍA QUE ESCUCHÉ A WILDE
Resulta
tan fácil, a veces, menospreciar las tradiciones. Existen
tabúes que no parecen sino diseñados para acrecentar
el deseo que pretenden combatir. Prohibiciones que resultan insensatas,
incluso contra natura, al contrario que las propias acciones que
condenan. La monogamia, la continencia
es tan obvia su artificiosidad,
que uno debiera sentir nada más que alivio con ignorarlas.
Pero ponerme trascendente no es lo mío. Ni es el objeto de
este relato.
Estaba allí de vacaciones,
lo que motivaba ese extraño horario que practicaba. Algunas
mañanas, cuando me levantaba para ir al trabajo, la veía
entrar por la puerta de casa, con su ropa ajustada y breve, algo
descompuesta ya, por el trajín, imagino que del baile. Constantemente
deambulaba por la casa como en completa soledad, como ignorante
de que aquella no era su casa, y de que no estaba sola. Al llegar
del trabajo, siempre me apresuraba al pasar junto a la puerta de
su dormitorio, que nunca acababa de cerrar completamente. Llevaba
tres años seguidos soportando aquella tortura, tres veranos
en los que Sandra venía desde la capital, aprovechando mi
desinteresada hospitalidad, para disfrutar junto al mar de su mes
de vacaciones. Se supone que uno no debe tener ojos más que
para su mujer. O, en cualquier caso, nunca para su prima hermana.
Mucho suponer, me parece a mí eso. Por desgracia, Magda,
mi esposa, tenía una voz extraordinaria. Con cuatro meses
de trabajo ganaba lo que yo en doce. El mes de agosto, claro, era
el de más bolos. Recorría toda la península
con la orquesta, y no paraba por casa en todo el mes.
"La mejor manera de librarse
de la tentación, es caer en ella". Aquella mañana
Oscar Wilde ocupaba la sección de citas en el periódico.
Un autor extraordinario, brillante. Pero en aquel momento sólo
despertó en mí la vena más primitiva y fascistoide,
y le increpé un "¡hijo de puta maricón!"
que aun pronunciado en silencio es probable que lo oyera desde la
tumba. A las dos del mediodía el bochorno era insoportable.
Ese día, al entrar en mi propia casa me sentí como
un intruso. Caminaba con resuelta rapidez por el pasillo, pero al
pasar junto a la habitación de los invitados rompí
mi prudente costumbre de no mirar hacia su interior. La puerta entornada
sugirió una espalda desnuda. Me detuve. Volví silencioso
sobre mis pasos y miré por la ranura.
Tres horas más tarde
Sandra despertaba de un sueño que yo había profanado
momentos antes.
-¿No vas a trabajar? -Sandra, vestida con su habitual camisa
blanca de talla gigante y tela diáfana debido a muchos años
de lavadora, se sorprendía de verme allí a primera
hora de la tarde. Se sentó juntó a mí, en el
sofá, las piernas dobladas sobre el mismo asiento del mueble,
e hizo un gesto con la camisa, como ajustándosela para no
mostrar la ropa interior. Lencería fina. Sabía que
llevaba un demoledor tanga blanco. No lo veía en esos momentos,
pero, obviamente, lo sabía.
Al día siguiente ya no
me molesté en disimular ante mí mismo, y al llegar
del trabajo avancé, despacio y en silencio, justo hasta detenerme
ante la puerta de Sandra. La puerta estaba tan junta que apenas
veía nada, así que la entreabrí ligeramente.
-Alberto, ¿me alcanzas mi camisa?
Sandra apareció de repente
desde la puerta opuesta. Se acabada de duchar, y ahora asomaba la
cabeza de su cuerpo desnudo y mojado desde el cuarto de baño,
pidiéndome que le alcanzara la letal prenda. Su gesto era
risueño. O, más que risueño, ignorante. Ignorante
del deseo imposible e inconfesable que me había hecho detener
ante su puerta. Enrojecí. Enrojecí avergonzado. No
podía creer que ella no se hubiera dado cuenta de mis pretensiones
de espía. Sentí por un pesado instante la brutal fragilidad
del transgresor. Si en lugar de pedirme aquella ropa hubiera inquirido
sobre mi actitud en tono de reproche, hubiera deseado la muerte
allí mismo. Pero su aparente inconsciencia no hizo más
que disparar mis pulsaciones hasta el punto de no-return, que tanto
gustan de decir los anglosajones, y el incontestable código
genético acabó de asaltar mi voluntad. Entré
en su cuarto. En el suelo, junto a un tanga negro arrollado sobre
sí mismo, estaba la camisa. Se la di. Juntó la puerta
del baño, pero no la acabó de cerrar. Antes de marchar
hacia el salón, quedé nuevamente mirando a través
del resquicio. Estaba de espaldas, y la visión de su desnudez
llegaba hasta mí enturbiada por el vapor que flotaba en el
ambiente y por el propio ardor de mis ojos. Con gestos muy pausados,
preparó la camisa volviéndola del lado correcto, levantó
los brazos como si de una fatal coreografía se tratara y
pasó la cabellera por el cuello prestado de la camisa. Para
cuando ella se dio la vuelta, yo ya estaba mirando la tele. Apareció
en el salón secándose el pelo con una toalla.
-¡Qué calor! Me acabo de duchar y ya estoy sudando.
No sé si era agua o sudor,
pero la humedad de sus pechos fijaba a la piel erizada aquel ligero
tejido, una prenda que servía únicamente para hacer
más deseable el contenido. Se colocó un metro por
delante de mí, dándome la espalda. Al frotar su pelo
cimbreaba la carne bajo su cintura. Una carne ceñida también
por la humedad a la camisa, que delataba toda su forma. Seguía
mirando la tele. Parecía interesada. Yo, en cambio, no sabía
qué estaban dando. No pude evitar tocarme por encima del
pantalón. Ella estaba tan motivada por el contenido del programa
que, sin percatarse de que obstruía mi visión, acabó
de colocarse justo delante de mí, impidiéndome ver
el televisor. Continuaba con aquellos movimientos, y ahora, además,
la luz del aparato pasaba directamente a través de sus piernas,
ofreciéndome el perfil casi exacto de su sexo. Millones de
megatones estallaban en mi estómago, y aún no entiendo
cómo pude ahogar sin inmutarme tal desparrame de energía.
-¡Joder, qué fuerte! -exclamó ella ante lo que
acababa de escuchar. Sin mirarme, totalmente introvertida en sí
misma, se dirigió hacia su cuarto mientras retomaba el secado
de cabellera.
"Entonces, te marchaste
de casa de tus padres porque no soportabas cómo te miraba
tu propio hermano". Desde la pantalla, una guapa presentadora
de ceño fruncido repasaba la historia que una guapa invitada
de mirada oscura le acababa de narrar. Era uno de esos programas
vespertinos en donde la gente acude, siempre bajo una excusa diferente,
para hablar únicamente de infidelidades, traiciones, reconciliaciones
y sexo. "¿Le has sido infiel a tu pareja, y quieres
pedirle perdón? Para participar en el programa mándanos
un e-mail a
" "¿Eres una chica 10, pero estás
harta de que te piropeen por la calle? Para participar en el programa
mándanos un e-mail a
" "¿Nunca te han
vuelto a querer como aquel primer amor, y deseas pedirle que vuelva
contigo? Para participar en el programa mándanos un e-mail
a
" "¿Alguna vez has deseado una relación
que te hubiera traído la ruina? Para participar en el programa
mándanos un e-mail a
" Siempre diferente, pero
siempre lo mismo.
El desprecio de mi prima por
aquel asomo incestuoso que acababa de escuchar en la tele había
echado al garete toda mi libido. Mi corazón volvía
a bombear equitativamente. Y aunque sentí alivio por ello,
en el fondo experimenté una rabia inmensa. La rabia del que
no comprende, del que no está seguro de cuál es la
opción correcta. Del que, sin culpa ninguna, se encuentra
en mitad del fuego cruzado de órdenes contradictorias, unas
dictadas por la experiencia de la raza, las otras por la raza misma.
El día que escuché
a Wilde, primero me dejé embaucar por su ingenio. Luego pensé
que no era más que eso, un embaucador engreído, tan
ingenioso como incapaz de intuir la verdadera anatomía de
las tradiciones. Hoy, no sé qué pensar. Sólo
sé que a las tres iré a recoger a la estación,
como cada verano, desde hace ya cuatro, a mi prima Sandra. Y sé
que si ella fuera consciente de la tortura a que me somete su presencia,
si fuera consciente de mis viajes imaginarios mientras ella duerme
semidesnuda, mientras ella camina, come, respira semidesnuda por
la casa de su primo, estoy segura de que no volvería. Pero
ella desconoce mi universo, igual que desconoce a Wilde, igual que
desconozco el interior de esa burbuja en que habita y que sublima
su belleza, y desde la que revuelve el mínimo orden que existe
en mi vida.
Andrés Rojo
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