Con esta sección
pretendemos abrir una ventana a la opinión de aquellos,
que a través de de la constancia y el trabajo, han
dejado su huella y a los que empiezan a crearla.
Intentar que nuestra voz entre,
digamos que por ese tragaluz que tienen todos los desvanes
y que por ese prisma surga la palabra, la opinión,
la valoración, la complicidad y si puede ser, unas
gotas de solidaridad. Que lo que se transmita llegue a todo
tipo de personas interesadas por la cultura y que por medio
de lo que aquí se plasme, se ofrezcan ellos mismos
otros horizontes donde llevar su pensamiento.
Creemos que en la diversidad
de esta sección puede radicar su belleza. Espero que
entre todos contribuyamos, los que la escribamos y los que
la lean, a que sea un punto de encuentro. Que la voz de quien
aquí deje sus palabras, llegue a muchísima gente
y viceversa.
JAVIER
SARTI
Javier Sarti es un escritor
valenciano.
Su obra publicada es la siguiente:
-La memoria inútil (Alianza Editorial, 2000).
-El estruendo (Espasa-Calpe, 2002).
-No hay más mensajes (Premio Gabriel Miró de Relatos).
Este último, "No hay mensajes", es un relato
que Javier Sarti tiene la gentileza de ceder a www.ateneaglam.com
desinteresadamente y como apoyo a nuestra labor cultural, sin recibir
por ello ninguna contraprestación al respecto.
Sarti ganó con el título mencionado el Premio Gabriel
Miró (dotado con 3.000 eur.), a cuya edición este
año se presentaron 2.300 relatos procedentes de 29 países.
Dicho premio está patrocinado por gentileza de la Caja de
Ahorros del Mediterráneo, con fines exclusivamente culturales,
quien hizo una edición de 7.500 ejemplares del cuento que
no se destinaron a la venta.
NO HAY MÁS MENSAJES
Habían vuelto de vacaciones.
Sólo ocho días. Él estaba todavía en
el salón, rodeado de bolsas y maletas.
-Hay siete- le gritó ella desde el dormitorio.
Entornó los ojos con
fastidio. Los mensajes acumulados en el contestador eran como el
trabajo pendiente: algo que siempre estaba ahí a la vuelta
de las vacaciones.
Fue hasta la habitación.
Se acercó al aparato con desgana y oprimió el botón.
Los dos primeros mensajes eran
insustanciales variaciones de los que se encontraban al regreso
de todos los viajes.
Pero en el tercero se produjo
la sorpresa. Del aparato surgió la voz desconocida, áspera:
Mi próxima llamada será mañana a las diez.
Ya me diréis qué hago con el conejo.
Se miraron perplejos. Él
interrumpió la reproducción del resto de los mensajes.
Soltaron una carcajada. Dos o tres bromas sobre ese hombre desconocido
que todavía estaría esperando. Se rieron de su tono
seco, rudo, alguien con nulo sentido del humor. Los imaginaron a
ambos, hombre y conejo, uno al lado del otro, sin instrucciones.
Rieron de nuevo.
Antes de continuar comentaron
con regocijo la posibilidad de que estuviera también grabada
la llamada que había anunciado para el día siguiente,
pese a lo difícil que parecía equivocarse de número
dos veces consecutivas. Aunque ninguno de los dos lo confesaba,
esperaban obtener nuevos motivos de risa a costa de esa voz.
El mensaje grabado a continuación
era, de nuevo, previsible. Pero el que le seguía empezaba
con un titubeo al otro lado de la línea, un murmullo sordo
que les hizo mirarse con una mueca cómplice. La voz empezó,
como a regañadientes: No entiendo por qué no estáis
hoy ahí... Necesito saber qué hago con el conejo...
Volveré a llamar mañana a la misma hora...
La voz, había sonado dura,
impaciente. Se miraron con un estupor jovial antes de reírse
de nuevo. Pero lo hicieron tímidamente, desviando los ojos,
como si les diera un poco de vergüenza regocijarse con la confusión
de aquel hombre.
Luego, un nuevo mensaje rutinario. En el siguiente, ya el último
de la cinta, el mismo silencio de la vez anterior, un silencio habitado,
un ronroneo cansado, aburrido, y, luego, la voz que se esforzaba
por no perder la calma, por hacerse entender: Cuando me disteis
este número quedamos en que yo dejaría un mensaje
grabado con la hora en que volvería a llamar... Y que entonces
estaríais ahí para decirme qué hacía
con el conejo... ¿Qué ha pasado?... Llamaré
de nuevo mañana, a las tres. Que haya alguien..., que se
me diga cualquier cosa... No puedo estar viniendo todos los días
hasta la puta cabina...
Se quedaron mirando el aparato. El
tono de la última frase les había agredido. No podían
seguir gastando bromas a su costa. Tampoco tomarlo demasiado en
serio.
-Esta última llamada debe ser de ayer -dijo él-. Mañana
vendremos a comer a casa: le aclararemos la equivocación.
Más tarde, ella dijo: -¿Quieres
que haga algo de conejo para cenar?-. Y los dos rieron, pero ya
sin demasiadas ganas.
Al día siguiente ella pasó a recogerle por el trabajo.
Llegaron poco antes de las dos y media. Vieron la luz parpadeante
en el teléfono.
-Espero que no sea el del conejo -dijo él-. Avisó
que llamaría a las tres.
Ella oprimió el interruptor.
Esta vez no hubo ningún silencio vacilante, la voz apareció
de inmediato, monótona, cansada: He tenido que adelantar
la hora de llamada... Volveré a intentarlo esta tarde...,
o esta noche..., cuando pueda. Haced lo que sea, pero que haya alguien
que pueda decirme de una vez qué cojones hago con el conejo.
Ya no sé qué pensar. Si no me respondéis...,
enciendo el fuego. Enciendo el fuego y me lo como..., ¿lo
entendéis?...
Estuvieron unos segundos en silencio.
-Esto es increíble -dijo él finalmente.
-Se va a comer todo el conejo él solito -añadió
ella con una sonrisa ladeada. Él sonrió también,
levemente. Sin embargo, había algo que anulaba buena parte
de la gracia que pudiera tener el asunto, algo que se encontraba
en la vida interior de aquella voz: por detrás de lo que
al principio habían percibido como una chistosa rusticidad,
como una zafiedad aldeana, se podía adivinar una cierta desesperación
y, quizá, agresividad, la tensión contenida de un
líquido en reposo que está rozando su punto de ebullición.
-Si llama esta tarde no estaremos en casa -dijo ella.
-No podemos hacer nada. Tenemos que volver al trabajo.
Ninguno de los dos retrasó
su salida de la oficina. Aunque no pensaban en otra cosa que en
dirigirse a la habitación en cuanto llegaran a casa, una
vez allí se esforzaron por hacerlo calmadamente, pretendiendo
demostrarse mutuamente que no había razón para alterar
sus costumbres. Al entrar en el cuarto vieron el parpadeo solitario
de la lucecilla.
-Hemos llegado tarde -dijo ella. Avanzaron a oscuras. De pie, escucharon
la voz que surgía con violencia, atropelladamente, como si
hubiera estado esperando con ansiedad el momento de empezar a hablar:
¡Me cago en todo y en ese puto contestador! Estoy aquí...
solo. Y no pienso quedarme más tiempo. Tiene que haber pasado
algo para que nunca estéis. Aguanto hasta mañana al
mediodía. Si no viene nadie a decirme algo..., ¡me
como el conejo!. Luego, me largo... ¡Se acabó!"
Encender la luz les hubiera
obligado a adoptar una mueca consecuente, a realizar algún
gesto. Y ninguno tenía la menor idea de qué hacer
ni qué decir. Finalmente, él se puso en movimiento.
Echó a andar hacia el cuarto de baño.
-No entiendo nada -dijo ya en la puerta, sin volverse.
-Yo tampoco -oyó a sus espaldas.
Consumieron el tiempo, hasta
la hora de la cena, sin apenas coincidir por la casa. No hicieron
ningún nuevo comentario. Inconscientemente, ambos tenían
ligeros remordimientos por no haber sido capaces de solucionar nada
antes de recibir ese último mensaje: ya no habría
más llamadas.
Tampoco hablaron demasiado mientras
comían. Lo hicieron, como siempre, con el sonido del televisor
de fondo, a la hora de las noticias, mirando fijamente hacia la
pantalla mientras masticaban cada bocado, pero, esta vez, abstraídos
de cuanto sucedía en ella.
sCuando estaba en su último
tramo el espacio informativo, él se quedo mirando fijamente,
con los ojos muy abiertos y el tenedor detenido a pocos centímetros
de su boca, la imagen de un locutor que, frente a un mapa, señalaba
con la mano signos de soles y nubes. Permaneció así
unos instantes hasta que dejó caer en el plato el cubierto,
con la comida todavía ensartada.
-Es el conejo -dijo, parpadeando, sin apartar la vista de la pantalla.
Ella siguió la dirección de sus ojos hasta el televisor.
Vio al locutor, que hablaba sobre subidas o descensos de temperaturas:
-¿Qué es el conejo?
-¡Dios! -dijo él, agachando la cabeza.
-¿Qué pasa? -preguntó ella, en tono alarmado,
mirándole.
-Él..., él es el conejo
-¿Él?... ¿Quién...?
-El secuestrado -dijo, levantando la vista del plato-. El secuestrado
es el conejo.
-... ¿el secuestrado?...
-Sí..., por supuesto..., está claro -insistía,
afirmando con la cabeza, confirmando sus razonamientos-. ¿No
lo has oído? Lo han dicho al principio de las noticias. Hace
una semana que se cumplió el plazo. No se ha vuelto a saber
nada. Y no comprenden que no haya sido liberado porque se sabe que
los familiares han pagado el rescate.
-No puede ser.
-Es. Por supuesto que es. Tiene que ser. No hay otra explicación.
La voz del contestador es la del hombre que lo retiene. Le dieron
un número de teléfono..., y alguien se equivocó...,
o él lo memorizó mal. Le dirían que llamase
desde una cabina cuando expirase el plazo..., y que dejara grabada
la hora en que volvería a llamar. Que a esa hora habría
alguien para informarle de lo que tenía que hacer...
-Es imposible... -dijo ella sin convicción-. Si fuera así...,
al ver que no le responden..., habría buscado otra forma
de comunicarse..., o..., los otros..., los otros, habrían
ido a buscarle.
-Puede que no... Puede que tenga miedo..., o que sea alguien a quien
no se le haya dado otra información que ese número
de teléfono... Puede que los otros no vayan por allí...,
que también tengan miedo..., que sigan esperando..., o que
al ver que no llama piensen que ha sucedido algo y que es peligroso
ir a buscarle...
-Es una locura...
-Sí. Es una locura. Pero es.
-Llamemos a la policía -dijo ella al cabo de un rato-. Les
parecerá ridículo..., pero no cuesta nada. El hombre
ha dicho que daba de tiempo hasta mañana al mediodía.
-No podemos hacerlo -respondió él rápidamente,
como si ya hubiera sopesado esa posibilidad-. ¿Qué
datos podríamos dar?..., nada..., una voz grabada..., nada
útil...
-Quizá..., quizá por la voz puedan sacar algo...,
quizá la reconozcan y sepan donde encontrarle... A lo mejor
podrían averiguar cuál es el teléfono correcto,
un número parecido al nuestro...
-Déjalo -atajó él-. Nunca nos hemos metido
en esas historias. Esto no debería pasarnos. No tenemos nada
que ver.
-Pero tendríamos que hacer algo... -insistió ella-.
Mira..., podemos intentarlo nosotros, sin llamar a la policía,
podemos pasarnos la noche probando todos los números de teléfono
parecidos al nuestro..., no será tan difícil..., sólo
habría que jugar con las cifras..., hasta que demos con alguien
que entienda de qué le estamos hablando..., dejaremos mensajes
en los contestadores...
-Olvídate.
-Pero, ¿por qué?..., ¿por qué olvidarnos?...
-Porque si no hacemos nada estaremos a salvo. Porque, si les localizáramos,
no podrían dejarnos conociendo su número de teléfono.
¿Crees que a esa gente le importará algo la vida de...
dos mierdas como nosotros?
Esa noche sólo consiguieron
dormirse cuando ya empezaba a amanecer. De camino al trabajo, en
el coche, no se dijeron ni una palabra.
Volvieron tarde a casa, por separado.
Ella llegó primero, abrió la puerta del cuarto y vio
la señal luminosa del contestador, sin parpadeos. Sintió
el mutismo que había detrás de esa luz muerta como
una prolongación de otro silencio en el que no quiso pensar.
Cuando se sentaron a la mesa,
a la hora de las noticias, él, al contrario que cualquier
otro día, no conectó el televisor. Pero el silencio
resultaba estruendoso, sofocante. Los cubiertos resonaban entre
sí, chocaban contra los platos, el agua burbujeaba al servirla
en los vasos, y, al no tener un punto fijo donde dirigir la mirada,
no la alzaban de la comida.
Finalmente, ella decidió
que no lo seguiría soportando, supo que tarde o temprano
tendrían que levantar la cabeza, que regresar al exterior,
y que no tenía ningún sentido retrasarlo. Se levantó,
fue hasta el televisor y lo encendió.
Ya antes de que apareciese la
imagen, mientras el sonido iba alcanzando su volumen normal, comprendieron
que todo se había cumplido. No siguieron cenando. Soportaron,
sin mirarse, la información sobre el hallazgo del cadáver,
la desesperación de los rostros desfigurados por el sufrimiento
y la ira, la desatada crispación de quienes reprochaban a
los secuestradores no haber cumplido su parte del acuerdo, el abatimiento
de los que ya reconocían públicamente haber pagado
el rescate...
Se separaron en cuanto el locutor
dio paso a otra noticia. Fue él quien se levantó primero,
sin mirarla, sin decirle nada. Ella se quedó sentada, echando
la ceniza de un cigarrillo al lado de los restos de comida que quedaban
en su plato.
No durmieron juntos aquella
noche, él se encerró en su despacho y ella se acostó
agradeciendo que no acudiera a su lado, no tener que hablar, no
tener que mirarse.
La noche siguiente, cuando
se reunieron en casa de nuevo, después de haber intentado
eludir en sus trabajos los comentarios sobre el suceso, comprobaron
que tampoco había nada grabado. Y comprendieron que ya no
podían esperar más mensajes que los habituales. Y
que no tenían más remedio que pasar por aquello, enfrentarse
a lo sucedido hasta eliminarlo de sus vidas, encontrar la forma
de seguir adelante. Como si nunca hubiera ocurrido.
Durante horas se repitieron
que no habrían conseguido evitar nada, que haberse quedado
al margen era la única forma de estar a salvo, de vivir sin
un temor constante. Cuando ya habían agotado todos los argumentos,
él reparó en que quedaba otra posibilidad, una a la
que prácticamente habían renunciado:
-¿No te das cuenta? -dijo, orgulloso de su hallazgo-, somos
estúpidos: sólo era un hombre que había comprado
un conejo. Nada más. Se lo habían encargado y lo dejaron
esperando. ¿Lo comprendes?: sus amigos lo dejaron esperando
con el conejo -insistió mirándola fijamente, en un
tono falsamente divertido, forzando la sonrisa de ella-. Ni más
ni menos. Todo ha sido una casualidad. Somos estúpidos -repitió-:
sólo era un hombre que había comprado un conejo y
que a estas alturas ya se lo habrá comido.
Y aquella noche fingieron acostarse
tranquilos, casi satisfechos de sí mismos, dispuestos a olvidarlo
todo.
Sin embargo, tardaron muy pocos
días en convencerse de que nunca lo conseguirían.
De que nunca estarían seguros de que no haber hecho nada
les hubiera servido de algo, de que no meterse en esas historias,
como él dijo, fuera suficiente para estar a salvo: en algún
sitio estaría apuntado su número de teléfono
o el hombre del conejo lo llevaría en la memoria. Y los otros
sabrían que su voz había sido grabada. Si no pensaban
en ello ahora lo harían más adelante, cuando alguno
fuera detenido y pensaran en quién podría haber dado
datos, en cómo podrían haber averiguado...
Y ellos dos terminarían
volviéndose constantemente cuando se sintiesen seguidos,
mirando con recelo a todas las personas que viesen paradas unos
pasos por delante, escrutando si se marcaba algún bulto en
sus bolsillos, si ya llevaban algo en la mano...
Porque aunque era posible que
al otro lado de la línea sólo hubiera habido un hombre
con un conejo, que todo lo sucedido se redujera a una casualidad
endiablada, también pudiera ser que no. Y entonces, aún
no habiendo tomado nunca partido, o precisamente por eso, a los
otros podría preocuparles la existencia de (él lo
dijo) dos mierdas como ellos.